Nadie va a leer esto, me advirtieron. Apenas pasen el ojo por las primeras palabras, cogeran el mouse y darán click en la señal Atrás. Pero resultaba imposible oponer resistencia al placer y la diversión que me depararía el escribir acerca de esas pequeñas historias de amor. Sí. Nadie le daría importancia, sobretodo cuando descubrieran que en esta historia no hay contactos dactilares o palpadas inconcebibles.
Sucede que hace unas semanas atrás durante una entrevista radial, acerca de mi última publicación, un amable locutor me preguntó sobre aquellas musas que inspiraron algunos cuentos, por decir, cuentos románticos; y como siempre le doy vueltas a las cosas, esta vez la pregunta me ha durado dos semanas, todo un record!!!. Lo primero que he recordado, bueno, hablando con franqueza, son esos primeros amores que han vuelto a mí; aquellas a las que enviaba cartas de amor por debajo de sus puertas, por las que me batí a golpes y patadas cuando apenas tenía ocho años, y a duras penas aprendía a escribir.
Es gracioso, pero desde ya quiero reconocer, que mis historias predilectas son precisamente esas que nos hablan de amores imposibles, amores de juventud, encantos de niñez.
Recuerdo con claridad, como me agazapaba entre las espinas de los rosedales, mientras redactaba mis primeras declaraciones, desnudando mi pequeño corazón, y le escribía a una lo mucho que la quería, lo mucho que me gustaba su cabello lacio, negro, sus ojos, y que un día, no muy lejano, ella y yo nos tendríamos el uno para el otro, en feliz matrimonio.
Eran excitantes y angustiosos esos breves momentos, porque entre ella, la carta y yo, estaba su abuelito que enterado del caso, supo arreglárselas para arruinarme la vida, confiscando toda nuestra correspondencia.
Pero vinieron tiempos mejores, cuando me mandaron al colegio, y un año después de superar mi supuesta relación entre mi profesora de nido y yo, y el resto de mis compañeros que también la querían quizá mucho más que este pobre soñador, llegó a mi vida una enjuta niña de tez pálida y ojos razgados, por la cual un día se armó la pelea más grande en el salón, bárbaros, pues todos querían ganarse el corazón de la flaca que ni siquiera atendía nuestras miradas.
Con el tiempo las proezas apasionadas mejoraron, dejamos los puñetes y los reemplazamos por flores y canciones, y con la guitarra en mano, ya fuera a través del teléfono, del chat, o nariz con nariz, le cantábamos a nuestra Julieta, a nuestra Dulcinea.
Ayer en la noche, al regresar a casa, pude observar a un joven de trece años junto a quien seguro era para él su Dulcinea, su Julieta. Conversaban y se interrogaban de la misma manera que ensayábamos nosotros hace diez años atrás. Se miraban y sonreían, como nosotros en otros tiempos. Es dulce recordar, aquellos amores del pasado. Tiernos, puros (exceptuando a los adelantados, que nunca faltan).
Fórmulas, estrategias para conquistar chicas, hemos recibido como cancha en matiné infantil; bien recuerdo que un tío me heredó una cinta de Bread, una banda romanticona, la cual me sugirió la tocara cada vez que estuviera con una chica, según él este casette era muy efectivo.
Nos dictaban: Siempre lavarse la lengua hasta el fondo, por si acaso hoy o tal vez ayer, fuera nuestro día, y no lo echáramos a perder por causa de un mal clima bucal.
Jamás declararse, siempre tomar impulso y clavar el beso mordiscón. Tal vez, luego las declaraciones...
Veinte y cuatro años hoy sin pensarlo, y tengo ahora a Bob Dylan en la radio: "It Ain´t me Babe" , y Cortázar entre manos: quiero decir que para verme tenía que mirarte... , y el cigarrillo en el corazón. Ardiente.
Son sólo historias, y más historias, las que se reinventan en la imaginación, en los sueños, que van a esconderse en las últimas páginas de viejos textos escolares, y timidamente se descubren en retazos de papel.
Todo esto me viene a la memoria, mientras el mismo joven, clavado en la noche sobre el pavimento ensaya su primer beso, mientras ella, espalda contra la pared, le sonríe con las manos, y llora.