Hasta ahora me pregunto en qué momento, precisamente en qué momento, nace un cuento. Hace unos días estuve presente en la fiesta infantil de la sobrina de mi novia, Karina, y entre todo el alboroto de los niños y niñas que correteaban entre los muebles de la sala, dejando un rastro de canchita y caramelos a su paso, surgió de pronto una idea cuando vi a un pequeño de menos de un año de edad tambalearse por entre los invitados, sin desprender por un mínimo instante su mirada de un carro azul de plástico que sostenía en sus manos.
A pesar que la "hora loca" de fiestas infantiles había iniciado, el tropel de niños alborotados y ansiosos por ver caer de un garrotazo la piñata que pendía del brazo del padre de Karina, no pudieron apartarme de aquel estado de trance en el que me había sumergido, a esa otra dimensión en la cual me había adentrado, había sido propulsado con sólo ver por unos segundos la imagen de ese niño que, ahora, se entretenía adivinando los sabores de su carro de plástico color azul.
Pasaba y repasaba su lengua por las llantas, el parabrisas y el tubo de escape al tiempo que miraba al grupo de papás y mamás apoltronados en los sillones a su alrededor. Detrás suyo, su joven madre lo perseguía, atenta a que no hubiera de perder el equilibriio y terminara cayendo de cara al piso.
Mientras yo participaba de todas las acciones como un espectador, surgió de pronto con la imagen del niño que chupaba el coche, una pregunta: ¿A qué saben los carros? No era yo quien se interpelaba a sí mismo. No. Era la pregunta que debería estarse haciendo aquél pequeño. Al menos así lo creía yo. Estaba convencido que así lo era. Pero a qué se debía este estado de certeza absoluta que me embargaba. Al parecer, mi conciencia se había trasladado a la mente de ese niño.
Rápidamente, en un misterioso proceso creativo, algo me dice que esa pregunta será, si no la primera línea con la cual comenzará mi próximo cuento, mi cuento en evolución, será de todas formas la pregunta que debería hacerse mi personaje en el trascurso o desarrollo de mi obra.
Esa pregunta, esa breve línea, me permitirá entonces comenzar a escribir mi nuevo cuento. Se alargará como un mismo signo vital en mi cuaderno, el latido de un corazón in crescendo, llenando cada página y los diálogos fluirán vertiginosamente, sin esfuerzo alguno.
Pero este niño aún no sabe hablar, apenas ha aprendido a caminar. No importa. Yo haré que hable, haré que converse con otros niños, me convertiré en él y su voz será la mía, al igual que su silencio y todas sus emociones. Me desdoblaré una vez más para poder narrar con exactitud lo que el niño ve, lo que el niño siente y escucha, y sobretodo lo que para ese niño y para mí, ese carro, sabe a polvo del piso revuelto con baba. Me sabe a un cuento.
Lima, 03 de mayo de 2012