Guiado por su afición de
coleccionista, Jorge Bustamante tiene en su poder más de 3,000
fotografías fúnebres, muchas de ellas fechadas en el siglo XIX. A la
par, ha asistido a más de 2,000 entierros y lo seguirá haciendo.
Escribe: Arturo Valverde
Esa tarde, Jorge descubrió un envase de
lata donde su madre solía depositar recuerdos trascendentales de la
familia Bustamante Arce. Dentro del recipiente se apilaban decenas de
retratos y fotografías de momentos estelares: una boda,
banquetes con los parientes y alguno que
otro cumpleaños. Empero, una foto captó la atención de Jorge: un grupo
de hombres ante un ataúd, de terno y corbata, de pie y de espaldas a uno
de los pabellones del cementerio Presbítero Maestro. En ese momento,
Jorge aún no se convertía en anticuario ni imaginaba que 30 años después
necesitaría más de una lata para archivar las 3,000 fotografías de
funerales y entierros que baraja como las figuritas de un álbum.
“No tengo miedo a la muerte”, responde
sin demora, con los ojos bien abiertos. Se sienta sobre el tapete de su
sala y empieza a repartir las fotografías de su colección:
-Mira esta –me dice–. Es una niña muerta.
-¡Imposible, está de pie!
La escena muestra a una niña que rodea
con uno de sus brazos a su muñeca de porcelana. Tanto la pequeña como su
juguete tienen el mismo peinado y la misma mirada fría, lo único que
las diferencia es el vestido y un sombrerito.
La colección Post mortem de Jorge
Bustamante abarca desde mediados del siglo XIX. Para ser exactos, estos
retratos surgieron años después del inicio de la fotografía, allá por
1839. Sin embargo, antes que Louis Daguerre hiciera público el invento
de la fotografía y mucho tiempo antes de los experimentos de
Joseph-Nicéphore Niépce, el ser humano ya buscaba perennizar ese último
instante.
Ejemplo de ello son los retratos de
personajes históricos en su lecho de muerte, como el del escritor Jean
Paul Marat, de estilo neoclásico, realizado por el pintor Jacques-Louis
David en 1793, cuando Francia vivía el reinado del terror. Aquí, en
Lima, contamos con el retrato post mortem de Isabel Flores de Oliva o
Santa Rosa de Lima. La historia da cuenta que a su deceso, su padre
pidió al pintor italiano Angelino Medoro que retratara a su hija. A él
le debemos la aproximación física al rostro de la santa.
-Si miras con atención, notarás que hay una especie de soporte detrás de la niña –dice Bustamante.
El soporte de madera al que hace mención
era usado tanto para las personas con vida como para las ya fallecidas.
El uso de este artículo se debía a la técnica fotográfica del siglo XIX,
la exposición frente a daguerrotipos duraba tanto que las personas
debían mantener una postura única hasta el término de la toma. Por eso
se apelaba a aparatos para sostener la postura que, por su macabra
apariencia, hoy deberían estar en el Museo de la Inquisición.
En la colección de Bustamante hay también
fotos en que los familiares aparecen sentados a la mesa, disfrutando de
un sabroso almuerzo junto al fallecido. Asimismo, parejas de hermanos
posando para la cámara: uno vivo; el otro, muerto.
Ahora, Jorge trae consigo otra caja de
plástico y pone sobre la mesa la foto de un bebé muerto en su cuna.
Cruzamos miradas e imaginamos a una madre en su cama, despertándose,
bostezando, tal vez un instante de flatulencia antes de levantarse y
mirar, los 365 días del año, el mismo cuadro de su pequeño rodeado de
flores y velas. “Debió ser una auto flagelación, una penitencia”, dice
el coleccionista. Apartamos el tétrico retrato para observar un estuche
verde en cuyo interior están dispuestos diez rizos de color castaño
amarrados por un lacito anaranjado. “¡Son los rizos de Shirley Temple!”.
Bromeamos por un instante para espantar la sombra de la muerte. En
medio de los bucles está el retrato de una niña de sonrisa dulce. Tiene
los ojos cerrados y un chupón en los labios. Para Bustamante, esta pieza
es como el holograma del álbum, la figurita más codiciada.
Detrás de este coleccionista de 53 años
hay una repisa con una selección de santos cuyas extremidades pueden
flexionarse. Instalada, en medio de ellos, está la muerte coronada.
“Perdí la cabeza de éste santo y decidí ponerle una calavera”, dice
Jorge para aclarar que se trata de una casualidad. Sin embargo, en su
pared cuelga el retrato de otra calavera enorme, obra del artista Blas
Isasi. El anticuario toma una de las tantas calaveras que adornan su
sala y se sienta delante del trono de la muerte.
DE MUERTE Y TABÚ
Las fotografías post mortem se realizaban
momentos antes de que el cadáver entrara a la fase de rigor mortis,
esto es, un promedio de tres a cuatro horas antes que los músculos se
tornaran rígidos. Estas imágenes son una evidencia de una idea romántica
acerca de lo que la muerte representaba para la sociedad de mediados
del siglo XIX. Hoy por hoy, se ha vuelto una especie de tabú.
OTROS ESPACIOS
También hay un espacio para los vivos y
los seres terrenales en la casa de Bustamante. Allí están los retratos
de familiares en vida –repito, en vida–, los que adornan las paredes de
su casa. Además, tiene algunos jarrones con caramelos que te invita a
probar, pero quizás lo más sorprendente es el retrato de tamaño real de
Florcita Polo –la hija de Susy Díaz– que tiene en su ducha, como en un
cofre de mayólica y vidrio. Imagino que para él deben ser unos baños
cuasi orgásmicos. Total, como dirían los franceses, hacer el amor es
como una petite mort. Pero ese es otro tipo de entierro para Bustamante.
Esta crónica fue publicada en el suplemento Variedades del diario oficial El Peruano, el 18 de julio de 2014.
También en: http://condenadoaescribir.wordpress.com/
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