AMAR A UN HIJO
–“Se llama Maribel, y es la décima o vigésima vez que la veo por aquí, en la iglesia. Siempre está buscando a su hijo, Tulio. Al parecer sin mucho éxito”.
–“Sin embargo, es la primera vez que yo la veo”.
–“Eso es porque eres nueva aún aquí. Pero con el tiempo, verás que cada una tiene una especie de hábito que las sume en una misteriosa monotonía, las vuelve sonámbulas que jamás despertaran, viajando en la noche, en medio de la vida, mientras otros duermen y descansan en paz”.
¿Quién era Maribel Ordóñez? Acaso sólo una mujer que hacía tiempo rondaba por los banquillos de la iglesia, vestida de blanco sucio; pues siempre se negaba a cambiarse de atuendo. Cierta vez, alguien le inquirió el motivo por el cual vestía siempre igual y ella respondió: “Estoy buscando a mi hijo Tulio. Y temo que no me reconozca si cambio mi apariencia, pues fue este mismo vestido el que usé la noche en que se despidió de mí”.
“¿Has visto a mi hijo?”, preguntaba a quien encontrara y la atravesara por entero, cual si fuera un tenue halo de humo gris. La gente ni caso le hacía. Ni la miraban. A nadie parecía importarle aquella madre solitaria y angustiada.
“¡No me iré hasta encontrar a mi Tulio!”, sentenció una tarde, mientras vagaba entre los escaños, deteniéndose por momentos frente a las estatuas de la Virgen María y el Cristo crucificado, para rezarles, pero sin éxito. Ni siquiera Dios le contestaba a la pobre, esperanzada en hallar a su hijo algún día. A veces, solía sentarse en las largas bancas de madera apolillada, a la hora de la misa. Escuchaba las palabras del sacerdote, horas tras horas semi dormida.
“¿Dónde se habrá metido mi Tulio? De hambre debe estar muriendo”. Quería hallarlo para cocinarle su arroz con pollo, freírle en la sartén su tacu-tacu chamuscado, como a él le encantaba. Quería mimarlo como siempre, aunque luego él le dijera que ya no era un niño, que ya era todo un hombre. “¿Has visto a mi hijo? Díganle que lo anda buscando su mamá, sin desmayo...”
–“Ni miran a la pobre...”
–“Pero ella seguirá buscando a su hijo hasta que lo encuentre, así tenga que vender su alma al Diablo”.
Tulio tenía treinta años cuando se marchó del pueblo. No tenía que perder o ganar. Había pasado toda su vida junto a su madre, comiendo y bebiendo del esfuerzo de la anciana mujer, que en aquél entonces, como Tulio tardó en notar, empezaba a extinguírsele la vida, como un cirio. Era como si se secara por dentro. Tulio se percató de ello. Fue entonces cuando creyó que debía irse. No podría soportar las imputaciones de los vecinos que le reprocharían el modo en que había explotado el espíritu de su madre cuando le trataba con violencia, o que le recriminaran lo inútil que era. “¡Ni freír un huevo, ni calentar el agua, sabe!”. Lo acusarían de todo, hasta del prolongado aullido del enjuto perro del párroco que, endemoniado, una noche se subió al techo de la iglesia aullando un tétrico ¡auu…! Parecía que algo le dolía al “Mandrake” –así le puso de nombre el sacerdote, para burla de todos. El párroco juraba que su perro podía adivinar el día en que alguien fallecería. “¡Este fin de semana habrá entierro!”, auguraba. “Sabe… mi perro predice la muerte...” –susurraba a los que acudían al confesionario los domingos.
Cuando el perro del sacerdote enmudeció misteriosamente, Tulio se fue del pueblo la misma noche en que un gran número de hombres y mujeres atiborraron la casa de Maribel, quien dormía, soñando con el mar, al que sólo había visto en figuritas y cuadros. Soñando que sólo había sido feliz con su hijo, a quien adoraría siempre; aunque Maribel nunca comprendiera por qué su hijo mojaba con sus lágrimas su arrugado rostro. Por qué razón la dejaba. Por qué se despedía de ella. Mucho peor, jamás comprendió con qué derecho la calatearon esa noche tres hombres que jamás vio en vida, para ponerle el mismo vestido blanco y sucio que aún hoy vestía, mientras ella llamaba a gritos a su único hijo. Quería entender por qué la metían en ese cajón frío y negro, donde se durmió incómoda y contra su voluntad; para después levantarse en las noches colmada de amor, dispuesta siempre a cuidar de su eterno niño, uniéndose al resto de almas; mientras Tulio, de pie y a un lado, entre sollozos, arrepentido tal vez por su equivocada conducta, vertía tierra sobre su vieja madre. Maribel, claro, nunca más volvió a verlo, aunque siguiera buscándolo noches tras noches por los pasillos de la iglesia, con la remota esperanza de encontrarlo y darle un beso y vivir, sí, de ser posible, si Dios lo quisiera, toda una eternidad a su lado, amándolo como sólo una madre puede amar a un hijo.