viernes, 28 de febrero de 2014

DÍAS DE CORTE

Por el acero afilado de sus tijeras han pasado boleristas, empresarios adinerados, curiosos y periodistas. Hoy, en su pequeño local de Ingeniería, sus manos trabajan al ritmo de Hendrix, Jagger y The Beatles.

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ESCRIBE: ARTURO VALVERDE 

FOTOS: MELINA MEJÍA

 Hace 52 años, Manuel Ortega Santos viajó desde la provincia de Bolognesi, región Áncash, hasta la ciudad de Lima. Traía una maleta y el sueño de ser peluquero. “Cuando era chico, cortaba el cabello de mis tíos y primos, allá, en la provincia”, dice con la mirada en lo alto, cuando el teléfono suena. En realidad, no ha parado de sonar desde hace muchos años.

– ¡Aló! –sujeta el auricular con la mano derecha–. Ya, vente en la tarde, a las 2 y media. Chao, hermano.

Al igual que en el mejor de los restaurantes, donde el comensal debe reservar con anticipación una mesa, del mismo modo a Manuel hay que llamarlo para “separar turno”. Durante su vida, ha trabajado en distintos lugares y por los filos cortantes de sus tijeras han pasado desde cantantes criollos hasta periodistas, baladistas y emprendedores en busca de un conveniente cambio de look.

“Cuando llegué a Lima, empecé a trabajar en la casa de mi hermana”, cuenta, mientras abre la puerta de su vivienda, cuya sala se ha convertido en un lugar íntimo y agradable, donde atiende a sus clientes más fieles. “A veces, vienen algunos con sus hijos. Y pensar que yo les cortaba el pelo cuando eran niños y tenía que subirlos al banquito. Ahora son más altos y fuertes”, relata con nostalgia.

Origen de una vocación
Un hombre ingresa a la sala y toma asiento en uno de los sillones. Manuel lo contempla y dibuja en su mente la cara que está por transformar. “Hay que mirar el rostro, estudiarlo; ver cómo puede lucir mejor”, apunta, como repitiendo una lección que aprendió hace mucho, cuando compraba la revista El tocado. “Era una revista muy buena; en una página tenías la teoría y en la otra, la parte práctica”.

Un buen día, Manuel decidió buscar trabajo. Así, recuerda que la primera peluquería en donde prestó servicios se ubicaba cerca de la plaza Dos de Mayo. “El dueño no cuidaba bien su negocio. Los peluqueros no usaban trajes, no eran limpios”. El aseo y la presentación son muy importantes para él. “Una vez, el dueño me acusó de gastar mucha agua. Le respondí que debía lavarme las manos para atender. En ese tiempo, a los clientes nunca les lavaban la cabeza en la peluquería”.

Pero la historia tenía reservados unas tijeras de acero inoxidable y un salón para Manuel, que pasó a trabajar en un local del jirón Puno, en el Cercado de Lima. Se presentó, ofreció sus servicios y –listo– contratado. Era extraño verlo, pues era muy joven en comparación con sus colegas que aún usaban bigote estilo bolerista.

La peluquería se llamaba “El Campeón”, antiguo salón de corte. “Yo sabía ganarme a la gente. Además de arreglarse el pelo, les cortaba el vello de la nariz, de las orejas, perfilaba el bigote. Siempre andaba de buen humor y hasta bailaba al son de la música”. El costo por corte de  abello era de tres soles de oro. Al terminar cada servicio, Manuel siempre recibía un sol más que sus colegas: la propina, señal inequívoca de que el cliente se iba satisfecho.

“Cierto día, llegó un hombre bien vestido. Gabán y sombrero. Parecía sacado de una película de Los intocables. Me dijeron que trabajaba en un periódico de por ahí cerca”, intenta recordar con dificultad. “Le dije: ¿Señor, no se va a atender? Sí, joven, pero estaba esperándolo a usted; esa fue su respuesta”. Allí, fue el campeón durante cinco años.

Por aquel entonces, le llegó la noticia del nacimiento y expansión de una nueva urbanización al norte de la ciudad, Ingeniería, en el distrito de San Martín de Porres. Si el corte de cabello valía tres soles en otros locales, en el naciente barrio Manuel cobraba 10. “¡Y la gente, pagaba; calladita!”.

Era 1968. Manuel –que como buen provinciano escuchaba rock, salsa y huainitos– atendía a sus clientes como cualquier otro día, cuando de pronto ingresó un hombre vestido muy elegante. Chaleco de lana, zapatos con tacos aperillados y un Longines que resplandecía al sol. Era don Moisés Mosquito, dueño –en aquel entonces– de la línea 50, la empresa de ómnibus de pasajeros más grande de Comas e Independencia. Luego de ser atendido, el cliente se dirigió al peluquero: “Joven, quiero que también corte el cabello a mis hijos y a mis nietos”. Los hijos de don Moisés aún estaban en edad para darle nietos. Manuel recuerda la anécdota con cariño.

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Años de sicodelia
Pasó cuatro años trabajando en aquel local, compartiendo las ganancias. Manuel era uno de los más caros, pero a la vez uno de los más solicitados. Hasta que un día se decidió por alquilar un local propio. Hacerlo suyo. A su estilo. Así fue que empezó como independiente en la tercera cuadra de la avenida Eduardo de Habich, entre la Panamericana Norte y la emblemática avenida Túpac Amaru.

Corría el año 1970 y el emprendedor estilista se consiguió algunos pósters de Los Beatles, Pink Floyd, Jimmy Hendrix y Emerson, Lake y Palmer, entre otras bandas de la época. Con los coloridos afiches, empapeló las paredes de su salón. “Solo podías ver los espejos”, explica. Se compró también un tocadiscos y empezó la era sicodélica en el negocio. Él iba a trabajar en jeans, camisa floreada, y cadena de plata al cuello. Usaba una cabellera abundante, como la del “Puma” Rodríguez en su mejor momento.

En la puerta, colocó un fluorescente que alumbraba un lila cegador. Como el techo era blanco, Manuel dibujaba guitarristas, aves, chicas, con el humo de una vela encendida que colocaba en el extremo de un palo de escoba. “Estaba loco en ese tiempo”, se ríe, cual hippie extraído del túnel del tiempo.

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Tijeras y revistas
A la vez que adquiría longplays, empezó a comprar las revistas Penthouse y Playboy. “En ese entonces, las únicas revistas de chistes eran Lulú, Superman y La Bruja Hermelinda. Aún no había Condorito”. Sin duda, no eran del gusto de su público. Así que a los jóvenes les entregaba las revistas prohibidas entre un periódico. “A veces solo venían a verlas y se iban”, ríe.

Aunque siempre soñó con que, algún vez, estrellas como Hendrix y Jagger entraran a su salón, cierto día, otra clase de estrella llegó. Era el cantante de boleros Iván Cruz. “Venía mucha gente, baladistas como Mitchell, por ejemplo”. La voz de estos clásicos del bolero aún resuenan desde los amplificadores Phillips que Manuel ha instalado en su sala. Tiene más de 200 longplays, que, por turnos, aún giran en su tornamesa Technics. “Los discos de vinilo siempre serán mejores que los CD. El sonido no tiene comparación”.

“Ahora me llaman Cristóbal Colón –dice–, porque aquí les descubro la pinta a todos”. Manuel tiene tres hijos, está felizmente casado y aún no piensa en jubilarse. “Mientras haya cabello que cortar, siempre habrá Manuel”, proclama en tono de aforismo.

Manuel Ortega, aquel joven que empezó su carrera a los 17 años, está a punto de cumplir 70. “Aunque el 69 me gusta más”. Hace su broma y solito se ríe, antes de darme un calendario que conservaba escondido detrás de unas cortinas. Es la imagen de una rubia en tanga, apoyada sobre las teclas de un piano de pared. En el reverso, se lee: “Manuel – Alto estilismo. Les desea a todos sus clientes y amigos un venturoso año 2014”. El timbre del teléfono se mezcla con el inicio del Dark Side of The Moon, de Pink Floyd. “Ahora sí, ¡que empiece la magia!”, da un tijeretazo certero y el primer mechón negro cae sobre el parqué.

(Crónica para el suplemento VARIEDADES, del diario EL PERUANO, publicada el 24 de enero de 2014)

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