viernes, 6 de junio de 2014

CRÓNICA JADEANTE

ImagenEn las alturas de Puno, muy próximo a la frontera con Bolivia, un pueblo vive su soledad en silencio. El distrito de Conima cumplió 162 años de fundación y, como casi todo en la zona altoandina, cobra vida con la feria del fin de semana.
Escribe: Arturo Valverde
En la comisaría, un hombre está rindiendo su manifestación por un tema que no es de mi interés. Dos efectivos de la Policía Nacional del Perú, forrados hasta el cuello, se las arreglan con una vieja impresora que rechina de frío al pasar la tinta sobre el papel. Al lado de la puerta, Luis Abarca Chipana, suboficial de tercera, entra a la dependencia y coloca unas tajadas de queso y pan de molde en un plato. “Coma –me dice– para que lo sostenga”.
Sus compañeros revisan la impresión y cruzan sus miradas, disconformes. “Miércoles, hay que tipearlo todo de nuevo”, lo que significa una hora más. Abarca Chipana sonríe y sale a la calle. Voy detrás de él.
En vista de que tenemos una hora hasta que sus compañeros vuelvan a escribir e imprimir el atestado policial, decidimos caminar por el distrito de Conima, asentado por encima de los 3,800 metros sobre el nivel del mar, en la provincia de Moho, región Puno. “Caminar está bien”, dice.
Después de una hora y más de vuelo desde Lima al aeropuerto de Juliaca, y luego de tres horas y más de viaje por tierra, en una combi, atravesando el paisaje de lo que alguna vez los conquistadores españoles, a inicios del período de la colonia, llamaron el Alto Perú, llegamos hasta la última comisaría situada a 30 kilómetros de la frontera con Bolivia, o media hora antes del puesto fronterizo.
Conima nos recibe en silencio. Solo el viento mece los árboles, y los candados de acero, con inscripciones mágicas, se sacuden con el soplo feroz del atardecer. Las puertas multicolores que adornan las viviendas de sus 700 habitantes están clausuradas. “Aquí no encontrarás a nadie”, dice Luis Abarca, que trae una cara de aburrimiento que hipnotiza.

PARA SER POLICÍA
Abarca Chipana tiene 30 años y es un hombre joven. Vino del Cusco, y es policía porque quiso ser policía. Alguna vez, pensó que lucharía contra el crimen y batiría a muchos forajidos y delincuentes. Pero hasta el momento, nada. “Conima es muy tranquilo, aunque algunos de sus mayores problemas son los casos de violencia familiar”, acota, al apuntar con el índice una puerta verde, demacrada.
Alguien parece haber hecho un nudo con un trozo de fierro, uniendo dos puertas. Entre ellas, apenas alcanzamos a ver el interior de un patio amplio y algunos animales que deambulan a su antojo.
Desde el mirador de Conima se pueden contar cerca de 2,000 viviendas, y cada una de ellas lleva un candado en su puerta. Los habitantes están en los cerros, pastando a sus ovejas y alpacas. Como espíritus que aparecen solo de noche, ellos bajan de las gigantescas montañas halando a sus animales, soportando la lluvia y el viento que golpea con fuerza en las alturas del altiplano.
Mi guía, el suboficial Abarca, sube ligero hasta el mirador de Conima. Desde allí apreciamos juntos la hermosa vista de un conglomerado de casas, y volviendo sobre el camino, a nuestras espaldas, allá, sí, a lo lejos, “esa es la isla Soto”, considerada una de las islas más grandes del lago Titicaca, donde el cielo se re[1]leja entero. La isla Soto tiene cerca de 5 kilómetros de longitud y 1,3 kilómetros de ancho.
Apunte de viajero: “Una vez, al lado del lago Titicaca, una mujer me sirvió cuatro truchas en un plato, acompañadas de chuño, arroz, papa y ensalada de lechuga. Como el tiempo jugaba en mi contra, apuré en comer y ¡ay!, una espina se clavó como un puñal entre mis muelas. Al volver a Lima, mi esposa, armada de una pinza, sacó la espada de la piedra o la espina de la muela”.

CENTENARIO
En mayo, el distrito de Conima celebró sus 162 años de fundación. Sus habitantes esconden los años entre las arrugas de sus rostros. “La mayoría son adultos mayores y aimaras”, cuenta nuestro guía de la Policía. Conima parece un albergue para adultos mayores al lado del Titicaca.
Existe otra mayoría de habitantes que se dedican a la minería, en el distrito de Ananea, ubicado en la provincia de San Antonio de Putina. El oro brilla en esas minas y los jóvenes y sus padres se encargan de extraerlo.
Todos ellos reaparecen los sábados o domingos, días en que se realizan las habituales ferias en la plaza. Todos los habitantes vuelven de su estado gaseoso entre las nubes y empieza el baile, la fiesta, el intercambio de papas por habas, queso por papa, en un trueque masivo.
Incluso Dios baja del cielo, interpretado por el sacerdote de Conima, quien ofrece la misa y escucha los pecados de los fieles los días domingos, de 10:00 de la mañana a 2:00 de la tarde.
Dejamos atrás la iglesia y el campanario que lleva el letrero: “No subir, peligro”. Volvemos el camino andado rumbo a la estación policial. El cielo está gris y la lluvia empieza a empaparnos. La estatuilla de la Virgen María, de pie en la entrada de la comisaría, dentro de la urna de vidrio, parece embebida por la lluvia.
Adentro, un hombre acaba de rendir su declaración por un asunto que no me interesa. Solo veo a dos policías felices que agitan al aire una hoja impresa. “Tomen, para que no se moje”, dice Luis Abarca Chipana, y colocan el documento en una bolsita de plástico. “¡Llévenlo rápido a Moho!”, ordena otro.

Crónica publicada en el suplemento VARIEDADES del diario oficial EL PERUANO, el 06 de junio de 2014.
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