En
las alturas de Puno, muy próximo a la frontera con Bolivia, un pueblo
vive su soledad en silencio. El distrito de Conima cumplió 162 años de
fundación y, como casi todo en la zona altoandina, cobra vida con la
feria del fin de semana.
Escribe: Arturo Valverde
En la comisaría, un hombre está rindiendo su manifestación por un
tema que no es de mi interés. Dos efectivos de la Policía Nacional del
Perú, forrados hasta el cuello, se las arreglan con una vieja impresora
que rechina de frío al pasar la tinta sobre el papel. Al lado de la
puerta, Luis Abarca Chipana, suboficial de tercera, entra a la
dependencia y coloca unas tajadas de queso y pan de molde en un plato.
“Coma –me dice– para que lo sostenga”.
Sus compañeros revisan la impresión y cruzan sus miradas,
disconformes. “Miércoles, hay que tipearlo todo de nuevo”, lo que
significa una hora más. Abarca Chipana sonríe y sale a la calle. Voy
detrás de él.
En vista de que tenemos una hora hasta que sus compañeros vuelvan a
escribir e imprimir el atestado policial, decidimos caminar por el
distrito de Conima, asentado por encima de los 3,800 metros sobre el
nivel del mar, en la provincia de Moho, región Puno. “Caminar está
bien”, dice.
Después de una hora y más de vuelo desde Lima al aeropuerto de
Juliaca, y luego de tres horas y más de viaje por tierra, en una combi,
atravesando el paisaje de lo que alguna vez los conquistadores
españoles, a inicios del período de la colonia, llamaron el Alto Perú,
llegamos hasta la última comisaría situada a 30 kilómetros de la
frontera con Bolivia, o media hora antes del puesto fronterizo.
Conima nos recibe en silencio. Solo el viento mece los árboles, y los
candados de acero, con inscripciones mágicas, se sacuden con el soplo
feroz del atardecer. Las puertas multicolores que adornan las viviendas
de sus 700 habitantes están clausuradas. “Aquí no encontrarás a nadie”,
dice Luis Abarca, que trae una cara de aburrimiento que hipnotiza.
PARA SER POLICÍA
Abarca Chipana tiene 30 años y es un hombre joven. Vino del Cusco, y
es policía porque quiso ser policía. Alguna vez, pensó que lucharía
contra el crimen y batiría a muchos forajidos y delincuentes. Pero hasta
el momento, nada. “Conima es muy tranquilo, aunque algunos de sus
mayores problemas son los casos de violencia familiar”, acota, al
apuntar con el índice una puerta verde, demacrada.
Alguien parece haber hecho un nudo con un trozo de fierro, uniendo
dos puertas. Entre ellas, apenas alcanzamos a ver el interior de un
patio amplio y algunos animales que deambulan a su antojo.
Desde el mirador de Conima se pueden contar cerca de 2,000 viviendas,
y cada una de ellas lleva un candado en su puerta. Los habitantes están
en los cerros, pastando a sus ovejas y alpacas. Como espíritus que
aparecen solo de noche, ellos bajan de las gigantescas montañas halando a
sus animales, soportando la lluvia y el viento que golpea con fuerza en
las alturas del altiplano.
Mi guía, el suboficial Abarca, sube ligero hasta el mirador de
Conima. Desde allí apreciamos juntos la hermosa vista de un conglomerado
de casas, y volviendo sobre el camino, a nuestras espaldas, allá, sí, a
lo lejos, “esa es la isla Soto”, considerada una de las islas más
grandes del lago Titicaca, donde el cielo se re[1]leja entero. La isla
Soto tiene cerca de 5 kilómetros de longitud y 1,3 kilómetros de ancho.
Apunte de viajero: “Una vez, al lado del lago Titicaca, una mujer me
sirvió cuatro truchas en un plato, acompañadas de chuño, arroz, papa y
ensalada de lechuga. Como el tiempo jugaba en mi contra, apuré en comer y
¡ay!, una espina se clavó como un puñal entre mis muelas. Al volver a
Lima, mi esposa, armada de una pinza, sacó la espada de la piedra o la
espina de la muela”.
CENTENARIO
En mayo, el distrito de Conima celebró sus 162 años de fundación. Sus
habitantes esconden los años entre las arrugas de sus rostros. “La
mayoría son adultos mayores y aimaras”, cuenta nuestro guía de la
Policía. Conima parece un albergue para adultos mayores al lado del
Titicaca.
Existe otra mayoría de habitantes que se dedican a la minería, en el
distrito de Ananea, ubicado en la provincia de San Antonio de Putina. El
oro brilla en esas minas y los jóvenes y sus padres se encargan de
extraerlo.
Todos ellos reaparecen los sábados o domingos, días en que se
realizan las habituales ferias en la plaza. Todos los habitantes vuelven
de su estado gaseoso entre las nubes y empieza el baile, la fiesta, el
intercambio de papas por habas, queso por papa, en un trueque masivo.
Incluso Dios baja del cielo, interpretado por el sacerdote de Conima,
quien ofrece la misa y escucha los pecados de los fieles los días
domingos, de 10:00 de la mañana a 2:00 de la tarde.
Dejamos atrás la iglesia y el campanario que lleva el letrero: “No
subir, peligro”. Volvemos el camino andado rumbo a la estación policial.
El cielo está gris y la lluvia empieza a empaparnos. La estatuilla de
la Virgen María, de pie en la entrada de la comisaría, dentro de la urna
de vidrio, parece embebida por la lluvia.
Adentro, un hombre acaba de rendir su declaración por un asunto que
no me interesa. Solo veo a dos policías felices que agitan al aire una
hoja impresa. “Tomen, para que no se moje”, dice Luis Abarca Chipana, y
colocan el documento en una bolsita de plástico. “¡Llévenlo rápido a
Moho!”, ordena otro.
Crónica publicada en el suplemento VARIEDADES del diario oficial EL PERUANO, el 06 de junio de 2014.
No hay comentarios:
Publicar un comentario