La revista Correo Semanal, publica la primera parte de mi cuento inédito “Laberinto”, que formará parte de mi tercer libro de cuentos a publicarse el año 2015.
Cuando despertó, Velarde se encontró a la mitad de una galería de la
que se ramificaban una serie de túneles oscuros y estrechos. El escaso
aire que se filtraba por los pasillos dificultaba su respiración, a tal
punto, que si quería sobrevivir debía hallar una vía de escape.
Lo primero que vino a su mente fueron los soldados marchando a su
lado por la jungla. Por mandato real debía ser desterrado de la colonia
y, lo más terrible, condenado a ser arrojado en lo profundo del
laberinto. La pena más grave para una hormiga holgazana.
El laberinto era una construcción que tenía tantos pasadizos como
senderos que se bifurcaban unos con otros, pero que no llevaban a ningún
lado. Se dividía en tres partes: El laberinto externo, conocido como la
boca del laberinto; el laberinto medio, que era el pasaje sombrío donde
apenas se podía respirar y, por último, el laberinto interno. Todo
aquél que llegaba a este último punto, nunca más volvía a ver la luz del
día.
Hileras de minúsculos seres desfilaban por el jardín cada mañana,
escoltados por soldados de cabezas enormes y mandíbulas fuertes,
encargados de conducir a los desterrados insectos a cumplir su
sentencia.
Velarde movió sus patas y un ligero temblor a lo largo del túnel lo
sobrecogió. Recordó que los ancianos de la colonia de hormigas, del
jardín de la Facultad de Medicina de la Universidad Nacional Mayor de
San Marcos, solían decir que los laberintos tenían vida propia. Las
paredes podían verte y sentirte. Si quería escapar debía ser muy
cuidadoso y mantener la paz en aquél recinto.
Las hormigas condenadas eran conducidas por los soldados de la
colonia, quienes marchaban toda la mañana por el espeso jardín hasta
encontrar uno de estos hoyos. Trepaban la pendiente y una vez frente a
la entrada del foso eran arrojadas sin piedad. Muchos suplicaban por sus
vidas. Velarde, no.
La calma volvió al laberinto cuando recobró el equilibrio. Debía
moverse rápido si quería volver al mundo exterior. Así, pensó que lo
mejor sería volver por el camino andado que adentrarse más y más por los
intrincados corredores de su prisión.
A medida que ascendía por el camino, encontró rocas, rocas suaves y
pegajosas, adheridas a las paredes. Exhausto, se detuvo por un momento
para recobrar sus fuerzas. El suelo volvió a estremecerse.
De joven, oyó la leyenda de una hormiga que había logrado escapar
haciendo enojar al laberinto a punta de golpes y mordidas. Abrió las
mandíbulas y mordió el suelo, desencadenando un movimiento brusco, como
un terremoto, que lo volvió al fondo del túnel. Estuvo muy cerca de caer
a lo más profundo del laberinto, el laberinto interno, si no se hubiera
sostenido de una roca adherida a la superficie.
¿Qué maligno personaje o terrible ser era capaz de concebir en su
mente el laberíntico diseño de incontables calles y pasillos sinuosos
abriéndose unos a otros, sin principio ni fin? ¿Quién podría ser el
arquitecto de esta pesadilla?
Estaba condenado a la muerte y al olvido. “No existe un mayor castigo que ser conminado al olvido”, pensó.
Convencido de su inevitable destino, Velarde se tendió de patas
arriba, esperando que pronto un nuevo temblor lo precipitara al
insondable abismo donde hallaría la muerte.
La segunda parte del cuento Laberinto, será publicada el jueves 12 de junio en la revista Correo Semanal.
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